LA INVENCIÓN DEL
FUEGO
Gilberto Camacho
Águila Blanca.
Eran
los albores de la humanidad. Se pensaba que el fuego sería un avance
inconmensurable para la sociedad cavernaria. Haría que el hombre aumentara sus
capacidades: podría cocinar los conejos, hacer el té de yerbas. Que el fuego
haría al hombre capaz de jugar con fuego, de transformar las cosas, la vida, el
invierno de la cueva en algo acogedor; sin embargo había cavernarias que se
oponían a este avance, aduciendo que el fuego es satánico, demoniaco, que los
infiernos eran azufre ardiendo y que allí los injustos pagaban sus deudas;
aducían que el fuego acabaría con los bosques y que sería una competencia para
las cavernarias que hasta ahora habían conservado la preferencia de los
cavernarios y esto, realmente, era lo más peligroso. Se hicieron marchas
gritando en su idioma gutural y cavernícola: ¡FUEGO NO CAVERNARIAS SÍ! ¡EL
FUEGO ES UNA MENTIRA, UNA ILUCIÓN! ¡EL FUEGO MATA! ¡EL FUEGO NO ES JUEGO!
¡MUERA EL FUEGO!
Hubo huelgas: las cavernarias se fueron a
cuevas por separado negándose a calentar a los cavernarios, espulgarlos,
cortarles el pelo, rasurarlos, hacerles piojito, sacarles las espinillas.
También, en cuanto veían una fogata o que algún cavernario frotaba dos piedras
o le daba vueltas a los palitos para
provocarlo, iban con las jícaras llenas de agua o le daban una tunda al innovador, futurista, condenado.
Las pobres cavernarias hicieron cuanto
estuvo a su alcance, sin embargo, con el tiempo, la idea prendió de tal manera
que se hizo incontenible, como cuando lo del comunismo, u otras ideas o hechos
que han pegado, sin embargo el comunismo y otras ideas que han pegado, a poco
tiempo se arrumbaron en el cajón de los olvidos no sucediendo así con el
invento del fuego que se extendió a cuanta cueva había, clan o tribu. Primero
lo tomaban con cierto recelo por
considerarlo mágico, pero en cuanto probaban sus bondades, se le iban
acercando más y más hasta desplazar casi por completo a las cavernarias como se
desplaza a las cobijas
en tiempos de
calor. Y sucedió que un día cuando los
cavernarios dormían plácidamente en torno a la fogata de una cueva, los
animales de la selva empezaron a correr despavoridos, aullaban, relinchaban,
gritaban, si es que podían gritar y muchos se desmayaban como las señoras
modernas cuando presienten un suceso trágico; corrían porque la tierra empezó a
temblar, era una sacudida de los demonios; se caían los idolitos, cuadros,
ollas, libros que también eran de piedra, retratos pintados en los muros.
El
Xitle estaba vomitando torrentes de lava y pueblos y cavernas enteros quedaban
sepultados; de los animales que no alcanzaban a correr tan solo se oía el
rugido y desaparecían debajo de toneladas de lumbre; los bosques se hicieron
una llamarada; los arroyos y los ríos se calentaron a tal grado que peces,
ajolotes y sanguijuelas reventaban y las mismas rocas se hacían añicos.
Entonces las cavernarias salían corriendo de sus escondites residenciales (el
pedregal de San Ángel, las Lomas, hoy) y gritaban: se los dijimos, se los
dijimos; tenía que suceder. El fuego no es de este mundo. Pero ustedes no
hicieron caso. A ver ahora que. Paren esto. Querían dormir calientito ¿no? La
mitad del Valle de Anáhuac, que entonces no se llamaba así, sino quien sabe
cómo, tal vez no tenía nombre o si lo tenía se quemó, quedó sepultado bajo una
gruesa capa de magma y que mucho tiempo después, al pasar de los siglos, como
dicen los cuenteros, se han ido sacando los restos; el montón de trebejos que
usaban para todo y hasta una que otra cavernaria opositora y también a los
futuristas que sufrieron desde entonces
la enormidad del fuego.
Por mi parte pienso: ¿Qué sería de
nosotros sin el fuego y sin las cavernarias?.
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